Me da miedo el feminismo.
De golpe en una simple experiencia cotidiana me di cuenta: le tengo miedo al feminismo. No a las mujeres, ni a los derechos que reclaman, que me parecen justos.
Por Mario Rodríguez Muñoz.
Fue como una revelación. De golpe en una simple experiencia cotidiana, como un viaje en colectivo, me di cuenta: le tengo miedo al feminismo. No a las mujeres, ni a los derechos que reclaman, que me parecen justos. Sino a la reacción extrema que pueden tener algunas a partir de ese reclamo. Y no hablo de grandes marchas o escraches en redes sociales (que ya produjeron tragedias como el suicidio de un joven en Bariloche), sino en cosas más cotidianas.
Esa revelación, como decía, fue en un viaje en el 12. Apena subí vi un asiento doble libre y allí me senté. Apenas me ubiqué me di cuenta de que a mi lado había una chica muy joven, de 15 o 18 años, que tenía shorcito o minifalta (no miré tanto), que dejaban ver todas sus piernas, que tenía dirigidas hacia mi lado.
En ese momento empezó la paranoia. Y si sin querer la toco con el ataché, la rozo con el brazo o mi propia pierna, ¿cómo podría reaccionar? ¿Y si es una persona desequilibrada que me empieza a gritar que la acosé? Me corrí lo más que pude hacia el costado del pasillo alejándome de la chica, por las dudas.
Pero inclusive mirar por la ventanilla de su lado, para ver por dónde iba el colectivo, podría implicar que la estaba mirando a ella. O sea que intenté no mirar para ese lado, pero ver para el otro significaba mirar a la chica que estaba parada junto a mí.
Pensé en darle el asiento a la chica que estaba de pie, pero ¿y si ella reaccionaba mal por interpretar la acción como un gesto machista? Conozco casos de amigos que cedieron el paso o dejaron subir a las señoras primero a un bus, y tuvieron como respuesta el repudio a su “actitud producto de la sociedad patriarcal”.
En mi caso, hasta pensé en bajarme en cualquier parte para no seguir con la incomodidad y porque además sentía que todas las mujeres del micro me miraban mal. Y me di cuenta que en realidad, sí, todas me miraban mal. ¿Pensarían que soy un viejo verde por sentarme al lado de una chica tan jovencita?
Pensaba: ¿Qué hago si me acusan de acoso? ¿Les exijo que llamen a la policía para demostrar mi inocencia? ¿Qué podría hacer la policía sino darles la razón? ¿Les digo que soy gay? ¿Les muestro mi perfil en Grindr?
Mientras pensaba esto, y confirmaba que las mujeres del colectivo me miraban mal (no sé qué hacía la chica jovencita a mi lado porque no me animé a mirarla), llegué a destino.
Me paré y mientras me bajaba me di cuenta de que las señoras del micro no me miraban mal a mí, sino a un chico adolescente que, en el asiento de atrás al de la chica, estaba tirado hacia adelante mirándole las piernas. ¡Qué alivio, la culpa es de otro! Bah, no sé si le miraba las piernas, pero fue lo primero que me cruzó por la cabeza. O sea, actué como el resto del plantel femenino del pasaje.
Ya en casa, pensé: soy yo o es el resto. Puedo ser yo el paranoico, sí. Pero lo llamativo es que escucho cada vez más a muchos de mis congéneres (me refiero a los hombres, no al género humano, o humane) hablar de que evitan situaciones que antes eran cotidianas como ciertas bromas que se hacían en un grupo mixto y ahora sólo se hacen en grupos de hombres; hasta dudar si dejar pasar antes a una mujer o no, abrir la puerta de un auto, por nombrar algunas situaciones. Quizás el tema no sea temor sino precaución, ya que cuando un buen objetivo se lleva al extremo (a un nivel radicalizado), se convierte en un fin que se justifica con cualquier medio.
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