Por Néstor Tkaczek.
La humanidad desde siempre ha sido violenta y cruel. Algo hay del mito bíblico de Caín y Abel que nos atraviesa el cuerpo desde las primeras generaciones. Nos hemos pasado siglos atacando y defendiendo. Las primeras noticias que nos llegan de las civilizaciones más remotas hacen alusión, inevitablemente, a las guerras, a las conquistas, al sojuzgamiento de pueblos por parte de otros. Las batallas, las muertes han sido(?) parte cotidiana de la humanidad.
Tan cotidiana era la guerra que así como existían dioses de la fertilidad, el alimento o las artes en el mundo antiguo; también estaban en un altar mayor los dioses de la guerra: Ares era el dios griego; Marte tenía un lugar de preferencia entre los guerreros romanos; para los vikingos el padre de los dioses y dios de la guerra era Odín; Sejmet, la diosa egipcia, Morrison, la de los pueblos celtas, Huitzilopochtli, en los aztecas, Buluc Chabtan entre los mayas, y la lista sería copiosa.
La cultura muestra la importancia central que ha tenido la guerra para casi todos los pueblos de la antigüedad. El texto casi fundacional de la cultura griega no es otro que la “Ilíada”, poblada de grandes batallas entre griegos y troyanos; los sumerios elevaron a condición de mito la historia de uno de sus reyes, Gilgamesh. De enorme utilidad en la reconquista española fue el “Cantar de Mío Cid”, una epopeya que servía como propaganda de guerra para atraer combatientes y para consolidar un imaginario colectivo.
Nos hemos matado por siglos en nombre de las causas más nobles, de las ambiciones más abyectas o de los pretextos más absurdos, en el fondo da lo mismo unos u otros. Hemos practicado la crueldad más ominosa con nuestros semejantes. Y como siempre a lo largo de la historia, los señores de la guerra nunca mueren, mueren los nadies. El hacha de Caín sigue golpeando en diferentes partes del mundo. En algunos lugares es tan común la guerra que casi ni nos enteramos; en otros como en Ucrania los medios la ponen en el centro de la escena por su novedad y por sus consecuencias para Occidente. Nada que nos sorprenda. Aquella vieja sentencia de Thomas Hobbes sigue resonando pese a los siglos y quizá sea eterna: “El hombre es un lobo para el hombre”.
PUBLICADO EN DIARIO "RÍO NEGRO", 13/03/2022.
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