Ricardo Enrique Bochini, símbolo de Independiente y del fútbol transformado en arte.
“¡El Bocha es lo más grande del fútbol nacional!”.
El baúl de los recuerdos. Los hinchas de Independiente cantaban para contarle al mundo quién era Ricardo Bochini. Un ejemplo de devoción popular por un genio que hacía parecer que jugar era muy fácil.
El canto, nacido en la porción roja de Avellaneda, se había desperdigado por cuanta cancha pisara Independiente. Era otros tiempos aquellos en los que las hinchadas visitantes tenían su lugar en las tribunas de cualquier estadio del país… No importaban las geografías, porque el estribillo, un tanto ingenuo pero pegadizo, se escuchaba con una frecuencia semanal. Y tenía una fuerza arrolladora. Su destinatario era Ricardo Enrique Bochini, un hombre con poco aspecto de futbolista que jugaba como los dioses y que, como su gente lo repetía, era “lo más grande del fútbol nacional”.
Aunque la versión completa de esa melodía de tribuna hoy llamaría la atención por su candor, era una ferviente declaración de amor por ese fenómeno que unió eternamente su vida a la de Independiente. “¡Y chupe chupe chupe / no deje de chupar / El Bocha es lo más grande del fútbol nacional!”, vociferaban los simpatizantes. Se antoja una cuestión demasiado romántica en una actividad tan mercantilizada, pero las pasiones tan intensas se expresan así, con el corazón en la mano.
Se trataba de un sentimiento incondicional que se fue forjando a medida que Bochini hacía maravillas con la camiseta roja y el número 10 en la espalda. Durante casi 20 años, el hombre y el equipo fueron el uno para el otro. Ese lazo se mantiene a pesar del paso del tiempo. Y, por eso, a nadie sorprende que se haya hecho justicia cuando se adosó el nombre del Bocha a la denominación oficial del estadio después de un momento insólito en el que el antiguo templo de la Doble visera de cemento se convirtió en el Libertadores de América
Una imagen clásica del Bocha. El fútbol en estado puro. |
Bochini es Independiente… Y, por supuesto, Independiente es Bochini. No le tomó demasiado tiempo a ese muchacho de oscura melena hacerse un lugar entre los titulares desde que Pedro Dellacha, una gloria de Racing que estaba al frente del Rojo, le abrió la puerta para salir a jugar. Eso ocurrió en 1972 en un partido contra River y un año más tarde ya había consumado su primera gesta para darle la Copa Intercontinental en una inolvidable victoria sobre Juventus. Así de vertiginoso fue el ascenso del Bocha a ese infierno acogedor en el que se mueven los Diablos Rojos de Avellaneda.
A pesar de esa identificación tan marcada con su club de toda la vida, fue capaz de gambetear las cuestiones sectoriales. Y lo hizo con esa particular habilidad de piques cortos y leves toques de pelota para abrirse paso, como si los defensores estuvieran estacados en el césped mientras él avanzaba en cámara superlenta. Porque Bochini no se abrazaba al vértigo. Hacía todo con una incomparable noción del tiempo y la velocidad. A simple vista, no corría, se deslizaba. Sin esfuerzos, sin estridencias. Sobriamente estético, se podría decir.
La tapa de El Gráfico muestra a Bochini con la camiseta de Boca. En esa época, se habló de su mudanza a la Ribera. |
Fue tan grande que un acontecimiento solo importante para el mundo de las estadísticas se convirtió en una oportunidad para que los hinchas rivales le tributaran un espontáneo homenaje. Cuando en 1986 cumplió 500 partidos en Independiente, los hinchas de Vélez recién dejaron de aplaudirlo cuando un leve hormigueo se apoderó de las palmas de las manos que, como no podía ser de otro, estaban enrojecidas. Esa tarde, en Liniers, el destino tuvo la feliz ocurrencia de hacer que el duelo entre dos de los mejores equipos de ese torneo fuera un partidazo.
Si hasta su público lo coreaba a viva voz en una adaptación libre de Solo le pido a Dios, uno de los mayores éxitos de León Gieco: “Solo le pido a Dios / que Bochini juegue para siempre / siempre para Independiente / para toda la alegría de la gente”.
“(…) el jugador de Independiente por antonomasia, para mí, es Bochini. Por antonomasia (sea eso lo que fuere) y por persistencia, dado que el Bocha configuró uno de esos extraños casos de un jugador de una sola camiseta en épocas donde ya el tráfico de futbolistas se había intensificado”, escribió Roberto Fontanarrosa en un libro espectacular titulado No te vayas, campeón. El Negro, sabio, explicó con palabras simples una condición que no admite discusión alguna.
Cierta vez, por una trapisonda periodística, se habló de la posibilidad de que jugara en Boca. Los hinchas xeneizes se ilusionaron al verlo con la camiseta azul y oro que El Bocha había cambiado con la de Jorge Comas luego de un amistoso en Mar del Plata. Esa imagen, sumada a un momento de agrias discusiones con la dirigencia de Independiente por la renovación del contrato, le permitió a El Gráfico elucubrar una fantasiosa trama que daba cuenta de la mudanza a la Ribera. No pasó porque Bochini era -es- patrimonio histórico de una parte de Avellaneda.
Fue el cuarto de los nueve hijos de la familia que formaron Antonio Bochini y Antonia Gómez. Si bien llegó al mundo el 25 de enero de 1954 en Zárate, la mayor parte su vida transcurrió en Avellaneda. “En Independiente hice toda mi carrera, es mi segundo hogar. Nací en Zárate pero pasé todo el resto de mi vida en Avellaneda”, contó una vez El Bocha, a quien en su pago chico conocían como Richard.
Su ligazón con el fútbol tuvo un capítulo inicial en Belgrano, un equipo de su ciudad. Corría 1964 cuando se plantó en una cancha con el sueño de jugar a la pelota. Cinco años más tarde probó suerte en Boca, pero le bajaron el pulgar. En San Lorenzo ni siquiera se tomaron el tiempo para verlo en acción. Le habría encantado verse vestido de azulgrana: era hincha del Ciclón e idolatraba al Nene José Francisco Sanfilippo y al Toti Carlos Veglio.
Justamente en 1969, casi al mismo tiempo de sus frustrantes intentos en la Ribera y en Boedo, en la Primera de Independiente apareció Miguel Ángel Giachello, un delantero oriundo de Zárate. Ese atacante se encargó de hacerle llegar a Nito Veiga, técnico de las inferiores, el dato de que en su pueblo había un pibe que andaba bárbaro. En 1970, Bochini, un joven de 16 años, rindió examen con una nota alta y lo contrataron a préstamo.
UN ZARATEÑO DE AVELLANEDA.
Por más que se destacaba en la Quinta División, estuvo a punto de pegar un portazo y volverse a Zárate porque el viaje diario a Avellaneda en tren se le hacía eterno. Se quedó y en 1972 Dellacha lo mandó a jugar los últimos 15 minutos del clásico contra River por la 21ª fecha del torneo Metropolitano. Entró en lugar de Hugo Saggioratto. Ese 25 de junio, los millonarios se impusieron 1-0 con gol de Juan José López.
Casi un mes después volvió a reemplazar a Manija en la derrota por 1-0 a manos de Estudiantes y el 1 de octubre jugó como titular en la caída por 3-1 contra Chacarita. En el Nacional empezó a ganar terreno y el 19 de noviembre marcó su primer gol: el descuento en un traspié por 3-1 frente a Racing. Había ingresado en el inicio del complemento por Manuel Rosendo Magán y tres minutos después sometió al Pato Ubaldo Matildo Fillol, arquero de La Academia.
Lo citaron para integrar la Selección juvenil en Cannes en 1973 y allí conoció a Ricardo Daniel Bertoni, un delantero de Quilmes con el que poco después formó una diabólica sociedad en Independiente. Ese mismo año consiguió la primera de sus cuatro Copa Libertadores. A las órdenes del Bocha Humberto Maschio, otro referente de Racing, jugó la tercera final contra Colo Colo en el estadio Centenario. En esa ocasión, en Montevideo, El Rojo venció 2-1 en tiempo suplementario con un gol de Giachello.