¿Y, cuál de todos es Mario? “El que tiene más abierta la sonrisa. Buscá al que muestra más dientes, y seguro que es ese”. Así responde Sergio la consulta de este diario. Mientras acaricia con los ojos las fotos dispersas sobre la mesa. Como si fueran puertas abiertas al pasado, por las que se apura a entrar. Porque allí se permite la risa al evocar a su hermano. “Y hoy, no es poco volver a reír al recordarlo”, dice.
El mismo placer comparten sus hermanos. Que volvieron a ser chicos, y se intercambian las imágenes, que pasan de mano en mano, como figuritas. Y en ese ejercicio van armando una historia distinta. Una que muestra al submarinista Toconás, el único que creció en Río Negro de todos los que abordaron el ARA San Juan, en una dimensión más cercana. A la que se llega a través del cariño.
Y el que irrumpe, enseguida, es el mar. “Cuando vinimos de Jujuy, éramos 5 hermanos. Los 2 más chicos nacieron acá. Alejandra tenía 9, Mario 4 y Hugo y yo, que teníamos con él una diferencia de 1 y 2 años, andábamos por ahí, entre los 5 y los 6”, relató Sergio. “Y aunque parezca mentira yo recuerdo la primera vez que nos llevaron a la playa a conocer el mar. Era inmenso. Como que te llenaba los ojos. Y ahí estamos, tonteando en el agua. En una de las tantas veces que volvimos a esa playa”, recordó, señalando la foto en la que salta junto a Mario y Hugo cerca de la orilla, en Playas Doradas.
Esa fascinación por el agua lo signó, al igual que a Mario. Pero él se convirtió en pescador y el otro en submarinista. “Él hizo lo que mamá buscó para todos, como siempre”, señaló Hugo. “Es que Marito siempre la complacía en todo”, apoyó Alejandra.
Ocurre que la mamá, Leoncia Aguilera, les recalcaba a sus hijos la necesidad de contar “con un estudio”. Y señalaba con fuerza las bondades del camino militar. “Mario se llamaba Armando de segundo nombre. Como un tío marino, que vive en Buenos Aires. Y al que nosotros sólo conocimos a través de lo que ella nos comentaba”.
Como siempre, el que escuchó con más rigor esas historias fue Mario que, finalmente, “siguió los pasos de ese tío”.
¿Y cómo fue el desembarco de los Toconás en Sierra Grande? “No vinimos solos”, recordó Alejandra. Irineo, su papá, llegó junto a su esposa, sus niños y algunos amigos y familiares lejanos que también vivían en Jujuy. Decidieron venir a probar suerte en la mina de hierro, activa por entonces.
“Los Quispe y los Flores también vinieron en esa época, y son parientes de papá”, apuntó la mujer. Sin embargo, poco recuerdan de aquella llegada en conjunto. Enseguida los hermanos evocaron la piecita minúscula en la que transcurrieron los dos primeros años en el nuevo pago.
“Era la mitad de esto -señaló Sergio, dibujando en el aire una línea que divide el living en el que transcurre la charla-. Todavía está, cada tanto paso por ese lugar. Imaginate cómo nos arreglábamos, nosotros cinco y los viejos. Y después fueron viniendo más hermanos”, graficó.
En ese espacio diminuto, sin embargo, nada se le perdía a Mario, que era muy celoso de sus cosas. Y extremadamente prolijo. “Nosotros podíamos perder lo que fuera, pero él tenía todo arregladito y guardado”, rememoró Sergio, entre risas.
Sus cosas incluían ropa, calzado, libros y las anotaciones que lo acompañaron desde siempre. Hasta en sus últimos días como submarinista, en los que llevó una libreta en la que consignó cada una de las fallas del buque ARA San Juan, que ahora forma parte de las pruebas que investiga la Justicia, para determinar las condiciones en las que zarpó la nave.
“Cuando empezó la secundaria se anotó en la Escuela Industrial Técnica Nº 7. Eligió la Electromecánica como especialidad. Pero además de los talleres que le tocaban iba a otros y anotaba todo. Era muy estudioso. Y tenía excelentes notas”, aseguró Hugo.
Mucho antes del ingreso a la enseñanza media, el sueño de Irineo, su papá, se había cumplido. Y tras dos años de confinamiento en la incómoda piecita un trabajo en la mina garantizó el acceso a una casa amueblada de tres habitaciones. De esas que la minera les otorgaba a sus empleados.
En ese barrio Guillermo Benítez conoció a Mario. “Éramos vecinos, compañeros de primaria y después llegamos juntos a la técnica”, contó el hombre, que ahora trabaja en Edersa. Y tiene 37 años. La misma edad que Toconás cuando abordó el ARA San Juan. En ese viaje del que no iba a regresar.
“Los egresados 2001 de la Técnica N° 7 tenemos un grupo de Whatsapp, en el que estaba Mario. Me enteré de que el submarino estaba perdido porque uno de los chicos nos contó ahí. ‘Ví las noticias. Lo llamé a Mario y no me responde’, nos dijo. Fue tremendo”, rememoró su excompañero.
Costó sacarlo de ese clima. En pocos días será papá y no deja de pensar en María Luz, la beba de 7 meses a la que el submarinista no llegó a conocer porque nació durante este interminable año de búsqueda. “Es terrible eso. Tenía también a Ryan, de 10 años. Pero no pudo conocer a su nueva bebé”, repitió, emocionado.
Fue el fútbol, en su caso, la puerta de entrada a sus recuerdos de infancia. Es que en ese barrio en el que confluían nacidos y criados con niños que llegaban desde distintos puntos del país, traídos por familias tentadas por la mina floreciente, la pelota acortaba distancias. Y permitía hacer amigos.
“Era chiquito, pero rápido como él sólo en la cancha”, se entusiasmó Guille, que ahora parece que viera las gambetas del Mario de entonces, en “cortos” y con las rodillas arañadas.
En su caso, sólo compartía con él la pasión futbolera. Es que el talento artístico del marino, que incluía su participación en el grupo de folclore Champaquí y las clases de tapiz, cerámica y dibujo, no encontraba la complicidad de sus amigos ni de sus hermanos.
“A nosotros mamá nos quiso mandar. Pero ninguno siguió. Como siempre, Marito fue el que lo hizo hasta el final. Con el folclore se presentó a bailar en varios lados”, contó Hugo Toconás. Su amigo Alejandro fue más compinche en la adolescencia. Iban a bailar en grupo al boliche Templo Sónico. Y “las ‘previas’ las hacíamos en casa de un compañero nuestro, Oscar Otero, que tenía un campito en Sierra Vieja, la parte más antigua del pueblo. Había una casita ahí, y tenía luz sólo a batería. Nos juntábamos a jugar a las cartas, y el que perdía tenía que tomar un vaso de alguna de las bebidas que llevábamos”, dijo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
La diferencia de opiniones conduce a la investigación, y la investigación conduce a la verdad. - Thomas Jefferson 1743-1826.