Sin plata en los bolsillos y con plomo en la sangre. La mayoría de los niños de Villa Fiorito (sí, donde nació Maradona), en Argentina, viven en hogares donde los ingresos apenas superan el nivel de subsistencia, beben agua envenenada con metales pesados que afectan a su desarrollo, residen en viviendas precarias que se inundan cuando llueve más de la cuenta, en barrios donde todo queda a "unas cuadras" de donde se trapichea con droga y en los que las opciones de ocio son escasas. Entre otras carencias. Su situación es la de la mitad de los 13 millones de niños argentinos: son pobres. Lo son en el sentido más amplio del concepto: les falta algo más que dinero, están privados de algunos de sus más esenciales derechos.
"La situación de la infancia es delicada: 5,2 millones de chicos están situación de pobreza por ingresos, lo que significa que el 40% de todos los menores de edad de Argentina viven en hogares, de cuatro miembros normalmente, donde entran menos de 22.000 pesos al mes (unos 535 euros), que es lo que se necesita para cubrir la canasta básica". Habla Sebastián Waisgrais, especialista en exclusión social de Unicef en el país. "Pero si se tienen en cuenta otras privaciones como el acceso a la educación, alimentación saludable, agua potable, ayudas públicas, vivienda digna... hay 6,5 millones de niños y adolescentes pobres. La mitad", agrega. No es una estimación, es un cálculo basado en datos oficiales de 2018 del Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec) sobre estas cuestiones.
A diferencia de otras mediciones de la llamada pobreza multidimensional —sufrir varias carencias de un listado—, la Agencia de la ONU para la Infancia en Argentina considera que padecer solo una de las múltiples privaciones posibles convierte a los niños en pobres. "Los derechos no son sustituibles entre sí", razona Jorge Paz, investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) y consultor de Unicef sobre esta materia. "Un niño que vaya a la escuela, pero viva en una casa en malas condiciones, sigue siendo pobre", explica. Esto no significa, apostilla, que no se calcule la cantidad e intensidad de las carencias que sufre un crío, "porque no es lo mismo padecer una que cinco".
En Villa Fiorito concurren muchas de esas pobrezas medibles y otras invisibles, pero hay una que preocupa especialmente a los habitantes de esta ciudad al sur del Gran Buenos Aires adonde los taxis se resisten a llegar: la salud. Más bien, la ausencia de la misma. No hay vecina, maestro o madre con el que se hable que no mencione el tema: los chiquillos tienen plomo en la sangre. Así lo constató un estudio oficial al respecto de Acumar, la entidad pública encargada de la gestión ambiental de la cuenca de Matanza Riachuelo. Aquel informe de 2014 reveló que el 27% de los niños menores de seis años analizados tenían niveles mayores de cinco microgramos por decilitro. El 5% tenía más de 10 microgramos. Aunque la Organización Mundial de la Salud (OMS) dice que cualquier presencia, por mínima que sea, supone un riesgo. "Incluso las concentraciones en sangre que no superan los 5µg/dl —nivel hasta hace poco considerado seguro— pueden asociarse a una disminución de la inteligencia del niño, así como a problemas de comportamiento y dificultades de aprendizaje", advierte el organismo.
El tratamiento y seguimiento de los casos detectados han conseguido mejoras, según la entidad competente que, sin embargo, no ha vuelto a publicar resultados sobre qué porcentaje de población infantil padece este problema. La culpa la tienen, dicen los lugareños, las industrias que vierten químicos impunemente, los rellenos de basuras sobre los que se asienta la ciudad, la mala calidad del aire, la falta de saneamiento seguro... El olvido institucional.
Para Sergio Val, vicepresidente de la Fundación Che Pibe, que trabaja por los derechos de la infancia y presta asistencia a los niños de Villa Fiorito desde 1987, la plumbemia y la malnutrición que dificultan el crecimiento de los chavales están detrás de los malos resultados educativos de muchos de ellos. "Hace unos años empezamos a observar que repetían primero, segundo, tercero de primaria...", asegura. "Los retrasos madurativos de los chicos más un sistema educativo que no está hecho para resolver estas dificultades, son una condena para los pibes. Porque si repiten, no decimos que falle el sistema, sino los chavales, que son las víctimas. Y la televisión nos dice que son violentos o inadaptados".
Contra la realidad y el estigma, los esfuerzos de la fundación se centran en proveer de alimento y educación no formal a 600 niños de cero a 18 años en los tres centros de la entidad cada año. Los chicos con padres en exclusión, tienen todas las papeletas de heredar tal situación. "No solo se trata de que no mueran de hambre, sino de las condiciones que tienen después en la vida", reflexiona Val. ¿Qué balance hace de tres décadas de lucha contra la pobreza? "Hemos logrado muchas cosas". Pero se emociona al pensar en todos los chavales a los que la ayuda nos les ha salvado. "Cuando entierras a más de que los que llegan a la universidad...". No puede acabar la frase. "En Villa Fiorito, capaz que de 1.000 llegan dos a la universidad", retoma ya recompuesto su discurso.
Publicado en Diario "El País" - España.
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