El nacimiento del gran Homero
por Alfredo Leuco.
Un día como hoy nació el tango. O mejor dicho, un día como hoy nació Homero Manzi, que es como decir que nació gran parte de lo mejor del tango.
Yo sé que el tango es la voz de Carlos Gardel, Julio Sosa, Alberto Castillo, el Polaco y tantos otros. Yo sé que el tango es la música de Julio de Caro, Aníbal “Pichuco” Troilo, Horacio Salgán, el maestro Osvaldo Pugliese o Astor Piazzolla y muchos talentos más. Pero,
humildemente, como trabajador de las palabras que soy, creo que los letristas y los poetas son parte definitiva de nuestra identidad nacional tanguera
Lo que el tango dice es belleza y sabiduría popular. Y aquí también se abre la polémica. ¿Quién representa mejor los textos de mayor literatura del tango? Cada argentino tiene su candidato. Y todos son respetables. Muchos dicen que como Cátulo Castillo
no hubo ni habrá ninguno igual. O los hermanos Homero y Virgilio Expósito, con Percal, Chau no va más, Maquillaje o Naranjo en flor. Verdaderas joyas, gemas de la orfebrería de las letras y los contenidos. ¿Y Enrique Santo Discépolo y su grotesco dramatismo sarcástico? ¿Y Cadícamo?. Hay tanto y tantos. Los poetas tangueros, tal vez sean una de nuestras mayores producciones culturales. Junto con el folcklore, por supuesto.
Pero si hay que elegir, yo me quedo con Homero Manzi. Por eso en el día de su nacimiento quiero recordarlo en la ventana de este bar de la calle Mansilla, tomando un café y con fondo del bandoneón compinche de Aníyribal Troilo.
Hablo de San Homero de la Identidad Nacional porque está instalado en el altar de la cultura popular, en la dignidad de la soberanía que predicaba un país que no se arrodillara jamás, ante ningún poderoso. Hombres íntegros como ese Homero Manzi son los mejores espejos de vida que les podemos mostrar a nuestros hijos. Porque hombres públicos como él, honestos, geniales, solidarios y patriotas no son precisamente los que sobran en estas pampas tan golpeadas. Homero fue y es muchas cosas: poeta, guionista, director de cine, dramaturgo, periodista, presidente de SADAIC, secretario general de la FUA, militante político y letrista de la murga barrial “Las Tripitas”.
Y eso que apenas vivió 44 años. Primero fue Homero Nicolás Manzione, nacido en el pueblo de Añatuya en Santiago del Estero. El rebautizó a su pueblito Aña-Mía para reafirmar su amor al pago chico y las raíces grandes. En esas calles polvorientas y desvalidas, Homero aprendió a venerar a la gente sencilla. De aquel sol incendiario robó la pasión por la lucha política que luego incorporó a la noche de un barrio de Boedo sembrado de milongas y cafetines. Por esos empedrados se entreveró con su pares, los poetas gladiadores defensores de nuestras cosas y, sobre todo, de nuestro pensamiento, de nuestro lugar en el mundo. Allí empezó a caminar con Cátulo Castillo y escribió algo que me estremece cada vez que lo leo:
“Por eso yo, ante ese drama de ser hombre del mundo, de ser hombre de América, de ser hombre argentino, me he impuesto a la tarea de amar todo lo que nace del pueblo, de amar todo lo que llega al pueblo, de amar todo lo que escucha el pueblo”.
Esa fue su biblia para luchar contra los colonialismos de todo tipo. Contra los contrabandistas culturales de afuera y de adentro. Contra los que viven y mueren trampeando a la gente del montón. Tal vez por eso se transformó en un hecho maldito para los pitucos y sus concubinos, los cipayos. Tal vez por eso fue tan ninguneado, tan discriminado, tan censurado. Tal vez por eso se colocó en la misma trinchera que Don Hipólito Yrigoyen y resistió con todo lo que tuvo a mano a la dictadura del general Uriburu y a las tropas usurpadoras del general Justo. Y no exagero cuando digo con todo lo que tuvo a mano. Conspiró con la pluma y la palabra pero también construyó bombas caseras para resistir al autoritarismo de turno. Estaba dispuesto a dar su vida y su libertad. Por eso fue perseguido y encarcelado.
Así forjó esa forja que todavía sigue forjando banderas nacionales. Las famosas cuatro “pe”: patria, pan y poder al pueblo. Allí se multiplicó en compinches de su misma calaña como Arturo Jauretche, Raúl Scalabrini Ortiz o Luis Dellepiane. Eran argentinos que no se dejaban domesticar por nadie. Ni por los militares fachistoides de cerebros cuadrados ni por la claudicación alvearista de su propio partido radical. Manzi era capaz de hablarle al pueblo de las humillaciones de la década infame subido a un cajón de cerveza como tribuna.
Cuando lo expulsaron de la Facultad de Derecho, cuando le cerraron el camino de profesor de literatura, mató al hombre de letras y se dispuso a escribir letras para los hombres. Murió el universitario Homero Nicolás Manzioni y nació el orillero Homero Manzi. Se hizo blindado. Su poesía se nutrió de… y volvió hasta… lo más profundo del pueblo. Nunca más pudieron desafiarlo. Porque estaba en todos lados: en el farol balanceando en la barrera y en el codillo llenando el almacén. En la voz de sombra de Malena rebotando contra ese sur, paredón y después que lo harían inmortal. Homero Manzi se hizo sentimiento canyengue y silbido a la salida de las fábricas y de los bailes con chatas entrando al corralón, chapaleando barro bajo el cielo de Pompeya. Unió la creativa sensibilidad popular con la estética refinada de la Academia y puso al tango en el Olimpo de la gloria.
Después descubrió a Juan Domingo Perón como heredero de Yrigoyen y hasta tuvo la satisfacción de presentarle a Evita en el Luna Park según cuenta Jauretche. Un maldito 3 de mayo de 1951 Homero Manzi murió de cáncer mientras le dictaba por teléfono su último tango a Anibal Troilo. Pichuco absolutamente conmovido por la muerte de su mejor amigo dijo: “se llevó la mitad de mi vida”, y compuso a su memoria un réquiem llamado responso que es una obra de arte inigualable.
León Felipe escribió que el día que los pueblos sean libres, la política será una canción. Yo sueño que ese día vuelva Homero y esa frente triste de pensar la vida que tiraba madrugadas por los ojos, como le dijo Cátulo. En realidad, Homero resucita cada vez que el duende de su son che bandoneón se apiada del dolor de los demás. O cuando alumbra con las estrellas nuestra marcha sin querellas. Homero, pesadumbres de barrio que han cambiado y amargura de un sueño que murió. Con tu nombre flotando en el adiós.
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