Hace dos siglos que las charlas de café, matutinas, vespertinas y nocturnas, en días hábiles y feriados de todo el año, son la caja de resonancia política, económica y social de los argentinos. Ellas cobijaron polémicas, retóricas, opiniones y conspiraciones cívicas, militares, sindicales y clericales, oficialistas y opositoras.
En la crítica política, sociológica y moralista de la cotidianidad abrevaron sociólogos, antropólogos culturales, psicólogos, “cientistas” urbanos y periodistas, y en la infaltable temática de la mujer se inspiraron poetas, novelistas, cantores, compositores, gente de teatro, de estaño, de la noche, de la mala vida, etc.
A mediados de los 50 llegaron los revolucionarios de café, famoso mote descalificador de la progresía de izquierda fanatizada por la Revolución Cubana, la Revolución Argelina, los Mau Mau y Patrick Lumumba en el Congo o por las ideas de Teilhard de Chardin, de Martin Luther King o el cine de Ingmar Bergman, entre otros iconos famosos. La viveza criolla los llamó también sobacos ilustrados por llevar apretados en un brazo el periódico de batalla del partido o un libro genial del gurú de turno habilitándolos como opinadores doctorales, tributarios constantes del famoso chanta argentino –hoy marca internacional–, proveniente del snob inglés decimonónico imitador de modales y puntos de vista de las clases altas para disimular su condición sn (sine nobilitas), o sea snob.
Habitués de esas charlas son los políticos, funcionarios, abogados, economistas, estudiantes, “comunicadores”, comentaristas, diletantes, idóneos, supuestos expertos, “muchachos que saben y tienen contactos”, encantadores de serpientes y flautistas de Hamelin, oficiando de oráculos alternativos, revestidos de gravedad, aparentando profundidad intelectual, ocultando su condición de francotiradores inimputables que dicen lo suyo, su opinión, su “verdad”, en un contexto de monólogos reactivos generalmente prescindibles por falta de lógica y rigor, de honestidad y autonomía intelectual, propio de cofrades que son militantes de alguna causa, secta, club, partido, ideología o emprendimiento non sanctos, obviamente opinantes falsos, hipócritas, cínicos, ligeros, superficiales, ni fu ni fa.
El opinante se regodea en la oralidad al intervenir breve y directamente en la charla, sin rebuscamientos ni derivas usuales en la escritura que pudieran desembocar en una tediosa tentación analítica; también por la necesaria dosis de alternancia democrática de los hablantes. Siempre acompañados de golpes de efecto metalingüísticos que reforzarán la carga semántica.
El opinante suelta información de a poco y calla aguardando que los presentes piquen: si hay curiosidad o interés suelta algo más, con tonos de voz ad hoc, connotaciones de secretismo y miradas furtivas; con cara de póker, silencios deliberados y connotados, movimientos sugerentes de manos y dedos subrayando palabras, frases, oraciones o argumentos enteros.
En los 90, un chasquido de lengua como dejo de contrariedad por una pregunta demasiado obvia, un brusco ¡a ver! por tener que explicar con forzada paciencia y un tono de voz cuidadosamente colocado lo que el otro ya debería saber o la clásica interrupción quirúrgica con un seco ¡vayamos por partes!, lleno de presunción metodológica y didáctica aunque inservible para fines mayores.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
La diferencia de opiniones conduce a la investigación, y la investigación conduce a la verdad. - Thomas Jefferson 1743-1826.