El viaje que cambió la historia
Por Norman Mailer.
Sí, la Luna estaba ante ellos, tan visible, por fin, como la tierra del horizonte en las noches de media luz interminable de un verano norteño, el satélite de la Tierra, cuerpo sumamente misterioso, único en el sistema solar, una Luna cuyas propiedades y dimensiones resistían todas las categorías de clasificación entre planeta y satélite, esa Luna cuyos orígenes seguían siendo un misterio, cuyas facciones lunares fueron formadas..., nadie podía demostrar con certidumbre cómo habían sido formadas; bajo ellos, la Luna yacía desnuda en su multiplicidad de diseño. Ya fuera prueba muerta de las fuerzas que actúan en los cielos, o alguna cosa no del todo muerta todavía, lo cierto es que allá, bajo ellos, giraba algún mundo oscurecido de azul y gris plateado, con color sutil en sus bordes y cráteres luminosos a la vista. Era un espectáculo sumamente extraño, extraño como una presencia sobrenatural, extraño como una costa extraña y desierta que surgiese a través de un sueño de cielo y cristalina superficie de aguas. ¿Cómo remar? ¿Cómo respirar? La costa azul y desierta se aproximaba a través del espacio impalpable, catedrales de luz se inclinaban en torno al borde de su curva.
¡Qué tierra se ofrecía ahora a sus investigaciones! Si estaba muerta, era una mente con dimensiones. Era un cuerpo celestial que mostraba todos los indicios de haber perecido en alguna angustia del cosmos, alguna angustia de apocalipsis, un rostro tan cruelmente puntuado como un acné habría dejado a un hombre cuya piel hubiese muerto permaneciendo vivo el corazón. ¡Qué superficie de lavas y cortezas, de granos en la popa y capullos en angustia congelada! ¡Qué escala de extinciones! ¡Qué misterio de líneas y radios y hendeduras que iban de los bordes de un cráter quemado a otro! La Luna era como una vieja máquina de calcular enloquecida y anticuada, con una maraña de alambres todos quemados, un mudo campo de batalla de golpes y heridas y contusiones e impactos de todos los cuerpos voladores o viajeros, o partículas o radiaciones del sistema solar y de más allá incluso. La Luna hablaba de agujeros, torturas, cicatrices, quemaduras y fusiones de magma hirviente.
Embestida, destripada, descuartizada, retorcida, golpeada, una tierra de desiertos en forma de círculos de 80 y hasta 130 kilómetros a través, una tierra de anillos montañosos, algunos más altos que el Himalaya, una tierra de recovecos huecos y cráteres interminables, cráteres dentro de cráteres, que, a su vez, residían dentro de otros cráteres que vivían en el borde montañoso de cráteres enormes, cráteres minúsculos y cráteres de 1,5 kilómetros de profundidad, cráteres tan grandes que el Gran Cañón del Colorado cabría en ellos, como un cráter dentro de un cráter: hay un cráter conocido por el nombre de Newton que tiene 140 kilómetros de anchura y casi 10.000 metros de profundidad; su borde se levanta hasta 4000 metros sobre todas las montañas circundantes, y hay cadenas de montañas tan altas y vastas que se llaman los Alpes y los Apeninos, o el Cáucaso y los Cárpatos. Había también hendeduras, rotondas aplanadas, cráteres fantasma sobre la llanura, cuya existencia se distinguía solamente por un anillo de colores más claros, como si la Luna, en vista de que todas las otras muertes están a su disposición, fuera también una placa fotográfica de explosiones, impactos y holocaustos llegados a ella de otros sitios. Se veían huecos excavados en el suelo lunar, y granos y resquicios y espumas de arrugas sobre las llanuras, cúpulas y conos huecos, montículos de cimas blancas o negras, terrazas amuralladas y cataratas de roca al azar, escupitajos de 150 kilómetros de roquedo, tacitas de huevos pasados por agua, mesas de montaña y rebordes, huecos de barro seco, guaridas de almejas, puntas, aperturas, astillas de malformaciones, cadenas de cráteres, largos y misteriosos tajos, largos como carreteras interminables desde un vasto cráter hasta el siguiente, cráteres oscuros y cráteres relucientes, cráteres relucientes como la fosforescencia en un mar iluminado por la Luna, y largas e inexplicables y misteriosas redes de radios: no se me ocurre mejor palabra o manera de comprender por qué esas líneas volaban a lo largo y ancho de la superficie, miles de líneas que salían de ciertos cráteres, líneas rectas y líneas oscilantes, líneas que se detenían de pronto y líneas que parecían saltar de pico a pico como un lápiz que pasa a lo ancho de una tabla sin cepillar, líneas que continuaban en forma de cien arañazos levísimos, y líneas anchas, anchas como pinceladas asestadas a través de los bordes de un viejo lienzo al óleo; luego, líneas que se entretejían saliendo y entrando por los valles; esas líneas, esos radios de cientos de kilómetros de longitud, hasta de miles de kilómetros de longitud, carecían de dimensiones verticales; no eran, en realidad, ni muescas ni hendeduras; poseían, simplemente, cierta propiedad especial sobre el suelo de la Luna, reflejaban la luz de manera distinta, como si fuera una especie diferente de suciedad y polvo lunares, una capa superior de polvo de alguna especie de mente u orden que hubiera visitado a la Luna después de desaparecer la mente primigenia de la Luna, alguna especie de jeroglífico para registrar la historia de la relación entre la Luna y la Tierra; sí, estudiar la Luna era suficiente para inducir en uno un curioso pensamiento, porque la Luna era un fenómeno, la Luna era una voz que no hablaba, una historia cuya extensión, completamente revelada, era, así y todo, incapaz de dar respuestas: toda propiedad de la Luna resultaba una prueba contraria a ideas anteriores sobre su propiedad. Sí, la Luna era un centrífugo del sueño, acelerando toda idea nueva hasta la incandescencia misma. Hay que contener el aliento cuando se mira la Luna. (...)
Todo el mundo se preparó para presenciar el gran final de la semana más grande desde el nacimiento de Jesucristo. (...) La nave espacial, tras haber dado la vuelta a la Luna e ido de nuevo en torno a su parte posterior, comenzaría el frenazo inicial para el descenso, quedando entonces interrumpidas las comunicaciones por radio. Una hora más tarde comenzaría a su vez la combustión final para el descenso final. Aquarius, carente de radar o giróscopo personal, carente incluso de refinamientos olfativos en su pobre nariz periodística, deambulaba por el centro de prensa, volvía a Dun Cove a ver la televisión, porque en el cuarto de la prensa no había televisión en color, y luego, aburrido de escuchar a los locutores y, finalmente, incapaz de presenciar el acontecimiento solo, volvió al salón de cine y se sentó allí, en compañía de un centenar de periodistas, a pasar la última media hora.
A través de la electricidad estática de los altavoces llegaban frases sueltas. "El águila está estupendamente, todo va bien", llegó a sus oídos, junto con datos sobre la altitud. "¡Todo listo para el aterrizaje, fin!". "De acuerdo, listo para el aterrizaje, 900 metros". "Estamos listos, todo a punto, listos, 600 metros". Así iban saliendo las palabras de los altavoces. A cosa de 384.000 kilómetros de distancia, después de 10 años de preparativos y entrenamientos, mil experimentos y un millón de piezas, 25.000 millones de dólares y un maremágnum de maquinaria, se preparaban para entrar por el embudo de un acontecimiento histórico cuya importancia podría llegar a igualar a la de la muerte, y los periodistas que interpretarían esta información para los lectores del mundo entero estaban ahora agitándose en cortés, aunque creciente, atención, entre las serenas y crípticas voces tecnológicas que llegaban zumbando de la televisión. ¿Es así también la experiencia de estar a punto de nacer? ¿Esperaba uno en una estancia moderna, entre extraños, mientras se iban anunciando números?: "Alma número 77-48-16, lista, pase a la zona CX, será concebida a las 16.04 horas".
Y así las cosas se oyó la voz. Y la Luna estaba cada vez más cerca. (...)
-Luces encendidas, dos y medio, abajo, adelante, adelante, bien, 12 metros, 0,70 metros, abajo, recogemos un poco de polvo, 9 metros, 0,70 metros, abajo, leve sombra, 1,20 metros adelante, 1,20 metros adelante, desviación ligera a la derecha, 1,80 metros..., abajo.
Otra voz dijo:
-Treinta segundos.
¿Serían treinta segundos de combustible? Una leve agitación expectante se cernía sobre el auditorio.
-Desviación hacia la derecha. Luz de contacto. Vale -dijo la voz, tan serena como antes-, para el motor. Los mandos ahora automáticos, el control del motor de descenso desconectado. El brazo del motor desconectado. 413 en funcionamiento.
Se oyó un grito medio de júbilo, medio de confusión. ¿Habían alunizado?
Habló el Centro de Comunicaciones:
-Aguila, oímos que estás abajo.
Pero era una pregunta.
-Houston, aquí la base de la Tranquilidad. El águila ha aterrizado.
Era la voz de Armstrong, la voz serena del muchacho más estupendo del pueblo, el que lo saca a uno del mar cuando se está ahogando y se aleja corriendo antes de que pueda uno ofrecerle una recompensa. El águila ha aterrizado: lo oyó la prensa. Todos prorrumpieron en aplausos. Era ese tipo de aplausos que se solían oír en los cines abarrotados de gente de los años treinta, cuando la película llegaba al final y se oía al médico decirle a la estrella que sobreviviría a la operación. Entonces se inició un pequeño caos: algunos de los periodistas salieron corriendo del cuarto. ¿Tratarían de hacer creer que tenían que telefonear a la redacción? Otros se hablaban casi incoherentemente, y otros seguían escuchando el altavoz, que continuaba al servicio de la tecnología. (...)
Aquarius descubrió que se sentía feliz. Había ya un hombre en la Luna. Había dos hombres en la Luna. Era una sensación nueva, absolutamente carente de foco por lo que a él se refería. Aunque sentía como un leve endurecimiento en la superficie de esta sensación, como una costra de piel emocional que se formaba como consecuencia de su deseo de admirar a unos héroes a quienes no acababa de encontrar admirables del todo, sabía, a pesar de todo, que esta experiencia lo había dislocado tan profundamente como cuando oyó, en la sala de espera de padres del hospital, que su primer hijo había nacido. "¡Qué cosas!", había dicho entonces; ¡qué dato nuevo!, verdadero como la presencia de lo inmanente y, sin embargo, sin localizar en absoluto, todavía no, todavía sin localizar en la cómoda residencia de los datos verdaderos y reales de la vida del cerebro. (...)
Según el programa, aquella noche, bastante después de las doce, iba a comenzar el paseo lunar, por lo que mucha gente se había puesto de acuerdo para ver la cosa juntos. Pero los astronautas, lo que no es de extrañar, no estaban de humor para dormir; por eso la hora del paseo lunar fue cambiada y se convino que sería a las ocho de la tarde. A pesar de todo, esta vez los astronautas llegaron con retraso.
Esperando en el salón de cine, los periodistas se encontraban en un curioso estado de celebración mezclada de irritación. Era difícil, realmente, no sentirse víctimas de una tomadura de pelo. Ellos eran periodistas, no críticos de cine, y esta noche iban a tomar notas sobre acontecimientos que transcurrirían en una pantalla cinematográfica. Claro es que por fin tendrían ante los ojos el gran final de días de un trabajo periodístico sumamente difícil, pero en cierto modo era como si el sistema nervioso de uno hubiera sido confiscado y la última sacudida de un ataque de nervios fuera a tener lugar en una alcoba ajena.
No es fácil comprender la psicología del periodista: van corriendo de un lado para otro como sabandijas; Dios tiene confianza en ellos. A lo largo de los años van formándose una extraordinaria capacidad para localizar el lugar donde ocurrirá la próxima victoria. Si alguien da una conferencia de prensa y al final de ella no se ve rodeado de reporteros, no tiene por qué preguntarse cómo van sus cosas, porque los reporteros se lo han dado ya a entender. Por esta razón, los periodistas tienen fama de ser ellos quienes encauzan el rumbo de las cosas, y es que realmente son las únicas antenas en la concatenación de los sucesos, los tentáculos que nos indican el ritmo de la historia según va discurriendo. A pesar de todo, no hay realidad psicológica como la idea que cada uno tiene de sí mismo. Incluso cuando un escritor ha perdido lo mejor de su talento, dando, año tras año, datos que han perdido ya sus matices, es decir, escribiendo artículos de periódico, así y todo sigue teniendo una idea de sí mismo: que su atención personal puede ser vital para informar correctamente sobre un suceso determinado. Ahora bien, metamos a 500 periodistas en un cuarto para que informen sobre la fase final de un acontecimiento "cuya importancia es equivalente a la del momento de la evolución en que la vida acuática emergió a tierra", y pongamos ante ellos una pantalla cinematográfica y una transmisión televisada en la mencionada pantalla, que no solamente es el primer intento de comunicación desde un satélite situado a más de 300.000 kilómetros de distancia, sino que también, y de esto pueden estar ustedes seguros, está completamente desenfocada. Los periodistas se ponen gafas para no perderse la letra pequeña, pero una pantalla desenfocada añade una herida nueva a la llaga de la herida anterior. Algo en ellos se volvió del revés: observando la Luna en la pantalla eran como universitarios un viernes por la noche en el cine de la ciudad: no se podía predecir de qué se reirán la próxima vez, pero su sentido de lo absurdo era rápido y violento. (...)
De pronto se oyó la voz de Armstrong:
-Okay, Houston, ya estoy en el pórtico.
El auditorio prorrumpió en aplausos. Había también burla, como si la caballería hubiese llegado, al galope, a lo largo del hondón lunar.
Pasaron unos pocos minutos. La impaciencia se cernía en el aire. Luego se oyó un sonoro vítor al aparecer una escena en la pantalla. Era una escena cabeza abajo, cegadora por el contraste e incomprensiblemente el mismo caleidoscopio de luz y sombra que ven los niños en el primer momento, justo antes de que les llegue a los ojos el nitrato de plata. Luego se vieron reajustes y movimientos en la imagen, una enorme nube negra que acabó concretándose en la forma de Armstrong bajando por la escala, una confusión de objetos, una vaga e informe visión de un troglodita con una tremenda giba en la espalda, y voces, Armstrong, Aldrin y el Centro de Comunicaciones, dando detalles de la bajada por la escala. Armstrong apareció en tierra. Nadie le oyó bien del todo decir:
-Este es un pequeño paso para un hombre, pero una zancada gigantesca para la humanidad.
Ni tampoco le vio nadie dar el paso en cuestión. La imagen televisada que apareció en la pantalla era bella, pero seguía siendo tan maravillosamente abstracta como las ramas de un árbol o como un cuadro de Franz Kline a base de vigas negras contra un fondo blanco. A pesar de todo, se oyeron vítores y como una oleada de extraordinaria percepción y conciencia. Era como si el auditorio sintiera una compenetración inesperada con lo sepulcral, como si un horrible estuviera descendiendo, paso a paso, latido de corazón a decreciente latido de corazón, hacia el reino del mismo rey de la muerte, y estuviera informando, poco a poco, de lo que sus sentidos le revelaban. Había desaparecido el ambiente de irritación, y Armstrong ahora estaba describiendo la sustancia fina y como polvo que cubría la superficie:
-Veo las huellas de mis botas y los pasos en las partículas finas como arena.
Durante estos primeros minutos, cada revelación iba a ser un milagro. Habría sido más extraordinario oír que la Luna no acusaba los pasos en forma de huella en su fino polvo, o que el polvo era fosforescente, pero también era milagroso que la reacción del polvo lunar fuese igual a la del polvo terráqueo. Ya había, pues, respuesta a una pregunta. Si la respuesta era corriente, por lo menos era una pregunta menos que quedaba en los espacios solitarios de la mente humana. Aquarius tuvo un momento de atisbo en el espacio exterior, creciente como el charco más y más grande de una pregunta sin respuesta. ¿Era ése el poder que acechaba detrás de la fuerza que en este siglo había dado la victoria a la tecnología? ¿Que la tecnología, por lo menos, era una fuerza que intentaba obtener respuestas a preguntas que pasaban por no tener respuesta posible?
La imagen se volvía más y más descifrable. Alejándose de la escala con un paso vacilante y como saltarín, no muy distinto de los primeros inciertos pasos de una ternera recién nacida, Armstrong llamó al Centro de Mandos:
-Se puede andar perfectamente.
Pero como si aquélla fuera una libertad que no convenía permitirse con los sentimientos de la Luna, volvió a saltitos a la escala.
Las actividades proseguían. Había que tomar fotografías, describir el aspecto de las rocas, el carácter de la luz solar. Una de las primeras tareas de Armstrong era coger un espécimen de roca y metérselo en el bolsillo. Así, si ocurría algo imprevisto, si emergía de un cráter el yak inmencionable o el abominable hombre de las nieves, si el suelo comenzaba a temblar, si, por la razón que fuese, tenían que regresar a la sección y despegar súbitamente, por lo menos volverían a la Tierra con un pedazo de roca, y menos es nada. Esta primera muestra de piedra y polvo lunares recibió el nombre de "muestra de emergencias" y era una de las primeras tareas de Armstrong, pero éste parecía haberla olvidado. El Centro de Comunicaciones se la recordó sutilmente, lo que también hizo Aldrin. Se volvió a oír la voz del Centro de Comunicaciones:
-Neil, aquí Houston, ¿te precaviste con la muestra de emergencia?
-Okay -dijo Armstrong-, voy a hacerlo en cuanto termine esta serie de fotografías.
Aldrin probablemente no había oído.
-Bueno -llamó-, ¿vas a recoger la muestra de emergencia ahora, Neil?
-De acuerdo -cortó Armstrong.
Su irritabilidad era tan evidente que el auditorio rompió a reír.
(...) Risotadas entre el auditorio. Cuando se izó la bandera norteamericana en la Luna, los periodistas aplaudieron. El aplauso continuó, se hizo más fuerte; pronto se pondrían todos en pie para tributar a la imagen de la bandera una ovación en toda regla. Era, quizá, una manera de pedir perdón por las risas anteriores y por la risa que todos sabían no tardaría en resonar de nuevo, pero la experiencia, así y todo, era importante. Una sociedad reductiva estaba contemplando lo irreducible. Pero lo irreducible estaba siendo presentado de manera técnicamente imperfecta. Y de eso sí que podían reírse. Y se volvieron a reír una y otra vez. Hubo momentos en que Armstrong y Aldrin podrían haber sido ni más ni menos que Stan Laurel y Oliver Hardy vestidos de astronautas. (...)
Bueno, pues ya estaba izada la bandera. Habló el Centro de Comunicaciones pidiendo a los astronautas que se pusieran firmes ante la cámara y anunciando a continuación que el presidente de Estados Unidos quería decir unas palabras.
Armstrong: -Eso sería un honor para nosotros.
Director del Centro de Operaciones: -Adelante, señor presidente. Aquí Houston, empiece. (...)
El presidente Nixon: -Neil y Buzz, estoy hablándoos por teléfono desde la Sala Oval de la Casa Blanca. Y esta llamada es, ciertamente, la más histórica que se ha hecho jamás.
Risotadas entre el auditorio. ¡La llamada telefónica más cara que se había hecho jamás! Estentóreos aplausos.
El presidente Nixon: -No encuentro palabras para expresar lo orgullosos que nos sentimos todos de vosotros. Para todos los norteamericanos, éste tiene que ser el día más grande de su vida. Y para la gente del mundo entero, porque estoy convencido de que también ellos se unen a los norteamericanos ante una proeza tan grande. Y es que por lo que habéis realizado los cielos han pasado a formar parte del mundo humano. Y al hablarnos vosotros ahora desde el Mar de la Tranquilidad nos dais inspiración para redoblar nuestros esfuerzos por traer la paz y la tranquilidad a la Tierra. Durante un momento inapreciable de la historia del hombre, todos los habitantes de este mundo son verdaderamente un solo pueblo. Están unidos por el orgullo que les da lo que habéis hecho. Y están unidos en el deseo de que volváis sanos y salvos a la Tierra. (...)
-Gracias, señor presidente -respondió Armstrong con voz no del todo impávida.
¡Qué momento para Richard Nixon si las primeras lágrimas jamás vertidas en la Luna fuesen consecuencia de sus palabras!
-Es un gran honor y un gran privilegio -prosiguió Armstrong- ser representantes no sólo de Estados Unidos, sino también de los amantes de la paz del mundo entero.
Cuando hubo terminado saludó.
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